Carmela Maseda tiene trastorno bipolar: «Cuanto más alta es la manía, más dura es la caída en la depresión»

Laura Inés Miyara
Laura Miyara LA VOZ DE LA SALUD

SALUD MENTAL

Carmela sufre trastorno bipolar desde hace más de dos décadas.
Carmela sufre trastorno bipolar desde hace más de dos décadas. ANGEL MANSO

La coruñesa recibió el diagnóstico a los 40 años en medio de una crisis en la que sufrió de delirios y cambios de humor extremos

07 nov 2023 . Actualizado a las 12:13 h.

Carmela Maseda tiene 63 años y lleva más de dos décadas conviviendo con un trastorno bipolar. Hasta los 40 años, dice, había llevado una vida «totalmente normal», pero una etapa de estrés prolongado acabó por detonar un brote de esta enfermedad caracterizaa por cambios de humor extremos. Con dos niños pequeños a su cargo, una madre con alzhéimer que requería sus cuidados, un trabajo por cuenta propia y, en medio de todo esto, una mudanza, las circunstancias llevaron a que la enfermedad se manifestara. «Hay un componente genético que puede estar dormido y puedes no padecerlo, pero si las circunstancias son propicias, hay más probabilidades de que se manifieste el problema. De hecho, una amiga en aquellos momentos me decía: "Todo esto por algún sitio te va a salir". Y no se equivocó», cuenta Carmela.

Hoy, la paciente es moderadora del Grupo Presencial de Ayuda Mutua de la Asociación Bipolar de Galicia (Asbiga), en A Coruña. Desde la asociación, Carmela y sus compañeros reivindican la importancia de la psicoeducación para que no solo los pacientes y sus familiares, sino la sociedad en su conjunto entienda cómo es esta enfermedad que, aún hoy, sigue siendo estigmatizada.

Un delirio

Decir que existen dos mentes iguales sería como afirmar que es posible encontrar dos copos de nieve idénticos. Por eso, cuando hablamos de salud mental, hay que saber que cada caso es único y que las manifestaciones de un mismo trastorno pueden ser muy variables de un paciente a otro.

Para Carmela, todo empezó con alteraciones en su conducta que ella misma no notaba, pero que eran llamativas para su entorno cercano. «Un mes y medio antes ya había empezado a comportarme de una forma extraña. No era yo. Tanto mi marido como mi hijo mayor, que en aquel momento tenía 15 años, notaban que algo extraño pasaba. Eso se fue agravando hasta que un día, estando en el trabajo, me dio un delirio. Fue entonces cuando me llevaron al Chuac y tuve el primer ingreso», recuerda.

Este episodio no fue más ni menos que la culminación de la fase maníaca de la enfermedad. «Cuando todo empezó, yo notaba que estaba más alegre, más abierta a todo y que, incluso antes de que ocurriera ese delirio, ya no era capaz de controlarlo. Me fui hacia temas espirituales y místicos. En el ingreso, le decía al psiquiatra que yo era parte del universo y que el universo estaba en mí. Las ideas te vienen de forma tan rápida y se te cruzan los pensamientos, es como si tuvieras una puerta abierta a algo que no entiendes», describe.

Así comenzó una etapa confusa y cargada de conflictos internos para ella. Uno de los desafíos a los que se enfrentan los pacientes con trastorno bipolar es, en palabras de Carmela, la dificultad para asimilar aquello que les sucede. «Durante mucho tiempo, sobre todo cuando me diagnosticaron, se me cayó el mundo encima. Pensaba en cómo me había podido pasar a mí, si siempre había tenido una vida normal, nunca había tenido problemas de este tipo. No lo aceptaba. Ese es el gran problema que tenemos los bipolares, no aceptamos la enfermedad», dice.

En las personas con trastorno bipolar, muchas veces, la fase maníaca va seguida de otra depresiva. Se trata de extremos que no pueden compararse con las fluctuaciones normales o esperables en los estados de ánimo de cualquier persona. «Un bipolar tiene unas depresiones mucho más complejas y más fuertes. Se te viene el mundo encima. No tienes interés en las cosas, tienes miedos y preocupaciones, todo lo que antes sentías, todo se vuelve en tu contra. Es no saber por qué estás sin ganas de nada. Puedes estar enfadada, puedes estar en un fondo sin encontrar la salida por ningún lado. Cuando tenemos manía, cuanto más sube, cuanto más alta es, más dura también es la caída y te llevará a tener una depresión peor», describe.

Tratamiento y apoyo

Tras ese primer ingreso, el principal tratamiento que recibió Carmela para tratar su trastorno fue farmacológico. «Siempre he estado bajo tratamiento psiquiátrico. Lo que ocurre es que muchas veces, sobre todo cuando empiezas con la enfermedad, es mucho ensayo y error, porque todos somos distintos y lo que a unos les va bien, a otros les puede ir mal. Hasta que el psiquiatra va conociéndote y va intentando ajustar esa medicación. No es fácil, pero se puede llegar a tener una vida totalmente normal con el tratamiento indicado», asegura.

Sin embargo, sentía que le faltaban más recursos. «No había muchas alternativas. Además, tampoco me explicaron muy bien cómo era la enfermedad, quedó todo en el aire y fui yo la que después buscó información para entenderlo», cuenta.

Unirse a una asociación fue el gran paso que le ayudó a encontrar esa contención y esas opciones que buscaba. «Sobre los seis años de haberme diagnosticado, conocí Asbiga y empecé a participar del grupo de apoyo. Me ayudó muchísimo. Allí nos juntamos personas que tenemos la misma enfermedad y hablamos sin tapujos, podemos expresar nuestros sentimientos, a veces lloramos y otras veces reímos», dice.

Una sociedad cambiante

La visión de los trastornos mentales a nivel de la sociedad se ha transformado radicalmente en los últimos años. La antigua estigmatización de la locura y la exigencia de aparentar estar bien en todo momento, luciendo una sonrisa aún cuando por dentro estemos rotos para no mostrar debilidad, son parte de un paradigma que está camino a desaparecer. Hoy, tenemos una visión más honesta de cómo funciona la salud mental y entendemos que todos, en algún momento, podemos tener problemas, y que poder reconocerlo y pedir ayuda es, en realidad, un signo de fortaleza.

Pero en el año 2000, cuando Carmela recibió su diagnóstico, las cosas todavía eran distintas. «En esa época, esto se conocía también como trastorno maníaco-depresivo y la palabra maníaco asustaba un poco. Pero la manía no es más que un estado que te puede llevar a tener delirios. Ayuda mucho que la familia y los que te rodean entiendan lo que estás sintiendo, que esas emociones, no es que tú quieras sentirlas, sino que están producidas por la química de nuestro cerebro. Que al fin y al cabo, esto es una enfermedad y no estamos así porque queremos estarlo», señala.

Al mismo tiempo, el rol de las familias sigue siendo fundamental en el apoyo que necesitan las personas como Carmela para salir adelante. «Me ayudó mucho el tener a mis dos hijos, porque era casi una obligación el salir adelante. Tenía que luchar para sacarlos a ellos también. Tanto mi marido como mis hijos siempre están para mí. Han sido mi gran apoyo, me entienden, están pendientes. Yo también procuro estarlo, pero a veces no es fácil para uno mismo darse cuenta de los síntomas. Para eso está la familia. Muchas veces, tú crees que estás bien pero ellos no te ven así y entonces puedes llegar a enfadarte. Necesitas mucho apoyo, mucho cariño. Es difícil y yo comprendo que para las familias no son fáciles de llevar los cambios de humor. Pero no tenemos esos comportamientos porque queramos ni porque tengamos algo contra ellos, es que esa es la enfermedad en sí», explica.

La aceptación, ese estado tan difícil de alcanzar en el que la persona llega a reconocer que tiene un trastorno, es el primer paso necesario para emprender el camino de la recuperación. «A partir del momento en el que lo aceptas, es más fácil de llevar. Vas aprendiendo a controlarte. Yo estuve 16 años trabajando con alguna crisis de por medio, siempre intentaba incorporarme lo antes posible, pero sobre todo después de la primera crisis, me costó mucho volver. Me daba mucha vergüenza y tenía miedo de que reaccionaran mal, que la gente lo notara. Pero realmente no llevas nada en la frente que diga que tienes una enfermedad», señala Carmela.

«Yo recalco mucho que la psicoeducación es muy importante para que también los demás entiendan cómo es la enfermedad, cómo pueden actuar ante los cuadros. Es fundamental que la familia conozca los síntomas de un brote, porque a veces son ellos los que primero se dan cuenta. Entonces, si están informados, pueden dar la voz de alerta. No es solamente decirle a alguien: "Mucho ánimo", o "Tranquilo que ya va a pasar". Hay mucho más que se puede hacer», concluye la paciente. Este es el trabajo que lleva adelante desde Asbiga, aunque subraya la necesidad en la que se encuentra la asociación de contar con más recursos para poder ofrecer un apoyo completo a quienes lo necesitan.

Laura Inés Miyara
Laura Inés Miyara
Laura Inés Miyara

Redactora de La Voz de La Salud, periodista y escritora de Rosario, Argentina. Estudié Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario y en el 2019 me trasladé a España gracias a una beca para realizar el Máster en Produción Xornalística e Audiovisual de La Voz de Galicia. Mi misión es difundir y promover la salud mental, luchando contra la estigmatización de los trastornos y la psicoterapia, y creando recursos de fácil acceso para aliviar a las personas en momentos difíciles.

Redactora de La Voz de La Salud, periodista y escritora de Rosario, Argentina. Estudié Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario y en el 2019 me trasladé a España gracias a una beca para realizar el Máster en Produción Xornalística e Audiovisual de La Voz de Galicia. Mi misión es difundir y promover la salud mental, luchando contra la estigmatización de los trastornos y la psicoterapia, y creando recursos de fácil acceso para aliviar a las personas en momentos difíciles.