Santiago Canals, neurocientífico: «Una copa de vino o una pinta de cerveza tiene correlación con un daño cerebral cuantificable»

Uxía Rodríguez Diez
UXÍA RODRÍGUEZ LA VOZ DE LA SALUD

VIDA SALUDABLE

Santiago Canals, investigador del Instituto de Neurociencias de Alicante (CSIC), es un científico de prestigio internacional en el estudio de la memoria
Santiago Canals, investigador del Instituto de Neurociencias de Alicante (CSIC), es un científico de prestigio internacional en el estudio de la memoria

El investigador del CSIC ha liderado un estudio que muestra que la bebida aumenta su capacidad adictiva cambiando la geometría del cerebro y que las alteraciones que provoca permanecen durante las primeras semanas de abstinencia

22 dic 2023 . Actualizado a las 11:27 h.

Santiago Canals (Madrid, 1974) es un prestigioso científico a nivel internacional, sus trabajos se centran en el estudio de la memoria y cómo los cambios en esta pueden ayudar a entender las adicciones. El investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), responsable del grupo de Plasticidad de las Redes Neuronales del Instituto de Neurociencias, ha liderado el estudio que demuestra que los daños que produce el alcohol en el cerebro no se detienen al dejar de beber.

—Hablemos sobre el daño que produce el alcohol en el cerebro una vez que se deja de beber. ¿Cómo se explica?

—El mensaje no es que dejar de beber sea peor que seguir bebiendo. Lo primero que hay que entender es que este es un estudio hecho con pacientes que ya tienen un consumo crónico elevado. Es lo que llamamos trastorno por consumo de alcohol, no estamos hablando de consumo social de unas cañas, un aperitivo o una copa de vino con la comida, aunque eso también tiene un efecto, nos guste o no. Pero el estudio se centra en personas con un problema ya existente de consumo crónico. En estos pacientes, que llevan años bebiendo a niveles elevados, encontramos que ya tienen un daño cerebral bien conocido y caracterizado en la sustancia blanca del cerebro. La llamamos así porque la mielina es de color blanco, y está compuesta fundamentalmente por los axones, los cables que comunican las neuronas entre sí en distintas regiones del cerebro. Están mielinizados, aislados, para que la transmisión del impulso nervioso sea más eficiente. Cuando esa cubierta, esa vaina de mielina, se daña, la transmisión de la información y actividad entre neuronas empeora. Este daño es bien conocido. Estos pacientes, comparados con los que están sanos de la misma edad, tienen la mielina afectada.

—Y lo último que han estudiado es qué pasa desde que se deja de beber.

—En esta última investigación, lo que hemos hecho, fue seguir estudiando desde el momento en que dejan de beber estos sujetos. Porque la fase que tiene mayor interés clínico para nosotros es la de abstinencia. Con una droga como el alcohol, que es de uso socialmente aceptado, la prevención es complicada. Por lo general, los problemas que te encuentras son ya de abuso. Por eso, es necesario conseguir que aquellos que están en un consumo crónico perjudicial dejen de beber. Y no es tan complicado que den el paso, lo que pasa es que hay un índice de recaída muy alto. Dejan, pero al poco tiempo vuelven a consumir. En el laboratorio, nos interesa entender qué sucede en el cerebro en ese período de abstinencia en el que han decidido dejar de beber, para ver por qué recaen.

—¿Cómo lo estudiaron?

—Lo que hicimos fue seguir a estos pacientes con resonancia magnética. La idea era buscar cambios funcionales en este período que nos permitieran entender por qué estas personas son vulnerables. Lo que nos encontramos, que no era esperado, pero es un resultado muy robusto que hemos vuelto a reproducir en otro grupo de pacientes, es que el daño era aún mayor cuando mirábamos la fase de abstinencia. Cuando llevaban mucho tiempo consumiendo decían: «Quiero dejar de beber» y entraban en un programa de desintoxicación, en ese momento, les hacíamos un escáner. Luego, entre una y tres semanas después, cuando mirábamos sus cerebros, veíamos que estaban peor. Es decir: el daño progresa en ausencia del alcohol. Y esa es la novedad que publicamos. Nadie se esperaba esto. El daño se acelera en la fase de abstinencia temprana. Este daño que subyace puede ser responsable de que los pacientes sean vulnerables y recaigan en el consumo de alcohol.

La investigación, que se publicó en la revista JAMA Psychiatry, mostró que a las seis semanas de haber abandonado el consumo de alcohol aún seguían produciéndose cambios en la sustancia blanca del cerebro en una muestra de 91 pacientes voluntarios, con una edad media de 46 años hospitalizados en Alemania para su tratamiento de rehabilitación a causa de un trastorno por consumo de alcohol. Para comparar las resonancias magnéticas cerebrales de estos pacientes se utilizó un grupo control sin problemas de bebida, compuesto por 36 varones con una edad media de 41 años.

Más recientemente, este equipo de investigadores han podido reproducir los resultados en una cohorte independiente de pacientes, lo que, detallan, valida los resultados obtenidos. Otra característica diferencial de este estudio es que se llevó a cabo paralelamente en un modelo con ratas 'Marchigian Sardinian' con preferencia por el alcohol.

—¿En algún momento se revierte ese daño?

—Durante el tiempo que hemos seguido a los pacientes, en las primeras seis semanas, no hay reversión. Hay estudios a largo plazo, en varios años por ejemplo, en los que sí se ve mejora en el tejido cerebral. Estamos investigando cuándo sucede este punto de inflexión, cuándo la curva de deterioro revierte y si hay alguna relación entre este deterioro en la ausencia de alcohol y la vulnerabilidad. Los que más empeoren cuando no tomen alcohol, creemos que van a ser los más vulnerables y van a volver a consumir. En aquellos que han resistido y se han mantenido abstemios a lo largo de años, hay trabajos que demuestran que hay recuperación. Nuestra hipótesis es que eso no es casual, que aquellos que realmente no han podido recuperarse y han recaído en el consumo es porque son más vulnerables.

—¿El objetivo final es entender por qué la gente recae para evitar que recaiga?

—Así es. Nuestro objetivo es que no recaigan. Lo que hacemos es intentar entender cuáles son los mecanismos, las razones por las que lo hacen. Vemos que hay una parte de ellos que no recaen, entonces, hay heterogeneidad en esta población. Queremos aprender de los resilientes para ayudar a los vulnerables. Pero con cosas como el alcohol, muy extendidas en nuestra cultura, que se beben desde edades muy tempranas, sabemos que no hay una correlación directa entre el nivel absoluto de consumo de alcohol y la probabilidad de desarrollar una conducta patológica, un consumo excesivo, crónico, incontrolado. Hay algo más que no es el alcohol per se, porque no hay una correlación fuerte entre cuánto has bebido y tus probabilidades de desarrollar un consumo crónico.

—¿Cómo modifica el alcohol al cerebro?

—Nuestra hipótesis de trabajo tiene que ver con la neuroinflamación. Se sabe que el alcohol produce un efecto inflamatorio a nivel cerebral. Hay una serie de células del cerebro que conforman el sistema inmune cerebral y reaccionan al consumo del alcohol. Cuando estas se activan, no siempre tenemos claro qué es lo que significa. Puede ser que ocurra para proteger el sistema, como el sistema inmune que defiende nuestro organismo, o puede ser una activación excesiva, que acaba produciendo un daño, como sucede en las enfermedades autoinmunes. Con ayuda de los modelos animales estamos investigando exactamente cuál es la función de esta respuesta a nivel inflamatorio disparada por el alcohol y cómo contribuiría a los daños cerebrales y estructurales más conocidos. Luego, produce daños a nivel funcional en distintas zonas del cerebro, en cómo se comunican entre sí. Esta actividad la podemos medir con resonancia magnética y extraer ciertas medidas que cuantifican la comunicación entre regiones cerebrales. Cuando miramos a una población de control, sana, estamos acostumbrados a ver unos balances en la comunicación del cerebro. Cuando miramos a nuestros pacientes, estos balances han cambiado. El equilibrio habitual de todos los sistemas dinámicos del cerebro es lo que llamamos estado homeostático. Cuando se produce una perturbación, se acaba volviendo al equilibrio homeostático. Cuando la perturbación es persistente, puede alterar el equilibrio del sistema, con lo cual, el sistema vuelve a encontrar equilibrio en un lugar distinto al anterior. No es una homeostasis como tal. La manera en la que distintas regiones interactúan entre sí ha cambiado por el alcohol.

—¿Por qué no le tenemos ningún tipo de miedo al alcohol si están tan demostrados estos daños profundos?

—Habría que hacer más trabajo de prevención, transmitir una idea más clara del riesgo del consumo. Como es algo que está tan naturalizado en nuestra cultura, es difícil. Comer carne en exceso también es malo. Pero es difícil cambiar esos hábitos. No obstante, habría que trabajar por hacerlo. Lo que se ha conseguido derrotar hasta cierto punto es el tabaco, pero los mismos lobbies persisten en cuanto al alcohol. Hay gente interesada en que se siga consumiendo y en que persista la idea popular de que una copita de vino es buena. Tenemos información suficiente para poder decir, categóricamente, que el consumo de alcohol es malo en cualquier nivel, por lo menos desde la perspectiva del sistema nervioso central. Eso es incuestionable. Que haya un consumo leve cuyos efectos perjudiciales puedan ser compensados por el hecho de que socializamos mejor porque es un ansiolítico, es un debate que podemos abrir, pero el consumo de alcohol es perjudicial. Punto. ¿Cuánto se puede consumir? Los últimos estudios con bases de datos muy grandes muestran que el consumo de alcohol en niveles bajos, me refiero a una copa de vino o una pinta de cerveza, se correlaciona con alteraciones en la salud que son medibles de manera objetiva. Una unidad, una copa de vino o una pinta de cerveza, tiene correlación con un daño cerebral cuantificable y con otros problemas.

—¿Cómo afecta a la memoria?

—El foco original de nuestro laboratorio es estudiar la memoria y sus mecanismos. Las drogas de consumo y, en general, las adicciones, tienen mecanismos compartidos en el cerebro, como su efecto en el circuito de recompensa. Normalmente, liberan dopamina, entre otros neurotransmisores. La función de estos circuitos está en darle una valencia a aquellas cosas que son relevantes, que tenemos que recordar porque suponen un beneficio o un peligro. Entonces, se etiquetan. La manera de etiquetar es ese sistema de recompensas. Ese mismo sistema, esos circuitos, son los que facilitan las drogas, porque hacen que se libere dopamina sin que hayamos encontrado algo bueno para nuestra supervivencia, sino porque su mecanismo de acción es liberarla de forma directa en algunos casos, como el de las anfetaminas, la cocaína o el alcohol. Es un sistema que ha evolucionado a lo largo de muchos años para dirigir nuestra conducta de una forma útil y las drogas parasitan ese sistema. Por eso nos referimos a la drogadicción como una forma patológica de la memoria. En los estudios estamos viendo que el alcohol afecta de forma global a la sustancia blanca, pero esta afectación es más grave en algunas regiones que comunican estructuras del cerebro importantes para la memoria. Una de las cosas que pasan a los pacientes es que pierden la flexibilidad comportamental, es decir, que pierden su capacidad de adaptar su conducta frente a un cambio de contingencia, que es algo que hacemos habitualmente.

—¿Se podrían llegar a modificar las memorias asociadas a las adicciones para atajar el problema?

—Estamos en eso. Primero hay que hacerlo en los animales. Estos experimentos son fundamentales para que las personas ganen flexibilidad conductual, para que ese deterioro de la mielina que sucede cuando dejan de consumir se frene. Tenemos alguna estrategia que hemos aplicado ya en humanos, y publicaremos pronto el trabajo con esos resultados. Pero sí, hay maneras en las que podemos frenar el deterioro de la sustancia blanca y, si lo frenamos en regiones que son relevantes para comunicar estructuras de memoria, pensamos que vamos a ser capaces de recuperar esta función para que los pacientes puedan actualizar sus bases de conocimiento y tomar la decisión correcta cuando están tentados a volver a consumir. De momento, para ser claros con respecto a dónde estamos, lo que estamos haciendo es intentar frenar un cambio que se produce en el cerebro de la mayoría de los pacientes y que les conduce a la recaída. La idea más simple es tratar de atajar ese cambio, ese deterioro, con la intención de prevenir las recaídas. Podemos volver a flexibilizar ese sistema que parece estar rígido y atrapado en el consumo, para que aprenda otra cosa. Podemos hacer que la memoria recupere su función con la esperanza de que eso ayude a la flexibilidad.

—Borrar recuerdos traumáticos es algo de ciencia ficción...

—Podemos hacer algo parecido a eso con animales. Podemos hacer manipulaciones que permitan cambiar la valencia de un recuerdo que ha sido traumático o desagradable, que pierda el componente aversivo. Se ha hecho en animales, pero requiere una serie de cosas que no podemos hacer en humanos, como manipulación genética, manipular las células relevantes. Pero el concepto es el que se emplea en las terapias en las que evocas la memoria traumática tratando de asociarla con estímulos menos aversivos. Cuando recuperas la memoria que has almacenado, es susceptible al cambio. No podemos actualizar una memoria si no la podemos manipular. El inconveniente es que la memoria no refleja fielmente la realidad. Está lo que pasó, lo que tú pensaste que pasó y están los sesgos que puedas tener. Todo eso se imprime como parte de tu memoria. Pero podríamos actualizar la memoria mediante esta terapia, aunque esto está lejos de ser realidad aún.

Uxía Rodríguez Diez
Uxía Rodríguez Diez
Uxía Rodríguez Diez

A Rúa, Ourense (1986). Coordinadora de La Voz de la Salud con una misión, que todos nos cuidemos más y mejor. La pandemia de covid-19 no solo la viví, también la conté en La Voz de Galicia. Mucho antes de todo esto trabajé en Vtelevisión durante casi una década como redactora, reportera y presentadora. Allí dirigí y presenté el programa Sana sana, sobre sanidad, bienestar y nutrición.

A Rúa, Ourense (1986). Coordinadora de La Voz de la Salud con una misión, que todos nos cuidemos más y mejor. La pandemia de covid-19 no solo la viví, también la conté en La Voz de Galicia. Mucho antes de todo esto trabajé en Vtelevisión durante casi una década como redactora, reportera y presentadora. Allí dirigí y presenté el programa Sana sana, sobre sanidad, bienestar y nutrición.