Javier Sánchez Perona, investigador en Nutrición: «Cuando consumimos azúcar y sal, el cuerpo responde con una dosis muy fuerte de placer para incentivarnos a seguir buscándolas»

Laura Inés Miyara
Laura Miyara LA VOZ DE LA SALUD

VIDA SALUDABLE

Javier Sánchez Perona, autor de Qué sabemos de los alimentos ultraprocesados, es investigador del CSIC.
Javier Sánchez Perona, autor de Qué sabemos de los alimentos ultraprocesados, es investigador del CSIC. Mar Sánchez, CSIC

En su nuevo libro Qué sabemos de los alimentos ultraprocesados, el científico del CSIC explora los efectos nocivos de estos productos que se inician en el momento mismo de la ingesta

28 abr 2022 . Actualizado a las 17:49 h.

En los últimos tiempos, los alimentos ultraprocesados están, literal y figurativamente, en boca de todo el mundo. Se trata de un tema que, como todo lo relacionado con la alimentación, está muy ligado a cuestiones emocionales y origina opiniones polarizadas. Pero, los adores o los detestes, lo que está claro es que los alimentos ultraprocesados son categóricamente perjudiciales para la salud. Así lo afirman los numerosos estudios que han relacionado su consumo con patologías del metabolismo y del corazón, como la diabetes, la cardiopatía isquémica o el accidente cerebrovascular. Al mismo tiempo, se han establecido relaciones sólidas entre la dieta y las enfermedades neurodegenerativas como el alzhéimer. Así lo explica Javier Sánchez Perona, científico titular del CSIC en el Instituto de la Grasa, en el departamento de Alimentación y Salud. Su nuevo libro, titulado Qué sabemos de los alimentos ultraprocesados (Catarata), explica lo complejo que es catalogar y establecer qué son exactamente estos alimentos, teniendo en cuenta lo variado que es el universo de productos industriales que tenemos disponible, y propone algunas posibles soluciones para que nos sea más fácil elegir comer mejor.

—En el libro habla de la clasificación NOVA que se acuñó en el 2009 para medir el grado de procesamiento de los alimentos. ¿Cómo podemos distinguir los alimentos ultraprocesados?

—La realidad es que la definición de ultraprocesados es muy compleja y, para la mayoría de los consumidores, es difícil de entender. Por eso, yo tiendo a resumirla en cuatro puntos que deben cumplirse al mismo tiempo para que un alimento pueda considerarse ultraprocesado. Son los siguientes: en primer lugar, que tenga un grado de procesamiento industrial elevado. En segundo lugar, que la materia prima a partir de la que el alimento está elaborado no pueda reconocerse en el alimento, sino que sea un producto nuevo en sí mismo. En tercer lugar, que tenga altas concentraciones o altas cantidades de grasas saturadas, azúcar o sal. Y, en cuarto lugar, que tenga entre sus ingredientes componentes que no sean habituales en una cocina; en particular, aditivos añadidos con el único objetivo de mejorar su aspecto, su aroma, su sabor. Hablamos de colorantes, aromas o potenciadores del sabor. Si se cumplen esas cuatro condiciones, estamos ante un ultraprocesado.

—¿Qué efecto tienen los ultraprocesados en el cuerpo?

—Desde hace un par de décadas sabemos que los alimentos y sus componentes tienen un efecto sobre nuestro cuerpo desde el mismo momento en que los estamos consumiendo. Antes se pensaba que, para que un alimento o un componente de un alimento tuviera un efecto sobre la salud, había que esperar meses o semanas, por lo menos, e incluirlo en la dieta de forma regular. Pero hoy sabemos que, nada más comer, se empiezan a poner en marcha procesos que no solo están relacionados con la absorción y la metabolización de los nutrientes, sino que también están relacionados con la aparición de determinadas enfermedades metabólicas. Eso pasa con todos los nutrientes. Un ejemplo muy sencillo es el de la glucosa. En el período después de la ingesta, hay una concentración muy alta de glucosa que luego cae y eso implica también que se incrementen los niveles de insulina plasmáticos, y luego caen. Todo eso tiene consecuencias sobre el metabolismo. Lo mismo ocurre con los triglicéridos, que son los componentes principales de cualquier aceite y cualquier grasa. También tienen un pico y luego caen. Durante todo ese proceso, hay una interacción de estos componentes con distintos tipos celulares en el organismo. No solo para la metabolización de los nutrientes, sino también en relación con enfermedades como la resistencia a la insulina, la diabetes y enfermedades cardiovasculares.

Los ultraprocesados tienen un elevado contenido en grasas saturadas o en azúcar. Por lo tanto, en principio, sí que deberían tener un efecto en el metabolismo postprandial (la fase que corresponde al momento de ingesta) tanto de los hidratos de carbono como de los lípidos. Pero no hay estudios todavía que lo hayan evaluado. La mayoría de los estudios sobre ultraprocesados son recientísimos, tienen como mucho cuatro o cinco años. Más allá, hay muy pocos. Y la razón fundamental es que la primera definición de ultraprocesados surgió en el 2009. Todavía hay poca información científica. Lo que sí que es cierto es que, en los últimos dos años, se han publicado muchos estudios nuevos en los que se habla de ultraprocesados.

—¿Qué se está investigando ahora mismo sobre estos alimentos?

—Fundamentalmente, se está intentando establecer relaciones entre el consumo de ultraprocesados y las distintas enfermedades metabólicas en distintos tipos de población con enfermedades, sin enfermedades, de distintos grupos de edad.

—¿Qué se ha estudiado en cuanto al etiquetado de los productos para entender su composición y cuán saludables son? ¿Funciona esto?

—Ahora mismo no hay ningún sistema de etiquetado frontal de alimentos que sea universalmente aceptado. Cada país va incorporando el que le parece bien. En nuestro entorno, en la Unión Europea, parece que se quiere imponer el Nutriscore, pero está recibiendo grandes críticas. En Latinoamérica se está optando de forma más generalizada por el sistema de advertencias en octógonos. Hay estudios realizados con distintos sistemas, pero la realidad es que no tenemos suficiente información científica todavía. Los estudios que se están realizando son estudios de preferencia, en los que se pregunta a los consumidores si preferirían comprar un producto u otro producto alimenticio en función del sistema de etiquetado que llevan, o de compra real en el supermercado, pero hay muy pocos de esos estudios.

De lo que no tenemos mucha evidencia, más allá de algunas modelizaciones de computadora, es de los efectos que tendría esto en las prevalencias de sobrepeso y obesidad. Por lo tanto, la evidencia que tenemos es muy limitada, y los resultados de los estudios muchas veces son contradictorios. Hay algunos que dicen que Nutriscore es eficaz, otros que dicen que el sistema de octógonos es más eficaz. Y, generalmente, son estos dos los que están recibiendo mejores resultados. Uno de los problemas que tenemos es el diseño de los estudios, porque, como los distintos sistemas de etiquetado frontal no son iguales, no atienden a los mismos conceptos, en función de los diseños que se realicen darán resultados favorables para unos o para otros. Así que todavía nos falta información.

—¿Puede haber influencia de las industrias en los sistemas de etiquetado?

—Los sistemas están diseñados generalmente o bien por científicos o bien por profesionales de la nutrición. En principio, la influencia de la industria no está siendo muy alta. En el caso del Nutriscore, aunque sí que ha habido acusaciones de influencia de la industria, realmente no es así. Lo ha diseñado un equipo de científicos franceses y, de hecho, cuando hicieron el primer diseño, la industria sacó un modelo alternativo. Lo que pasa es que el modelo alternativo, evidentemente, no funcionó, porque salía que prácticamente todos los alimentos eran saludables.

Desde un principio, la industria se opuso al sistema Nutriscore. Lo que pasa es que después se han dado cuenta de que, con pequeñas reformulaciones de los productos, podían mejorar su calificación de Nutriscore y ya no les ha parecido tan mal. Así que ahora hay algunas empresas de alimentación que están apoyando al Nutriscore. Pero la influencia sobre el diseño ha sido muy poca o nula.

—En el libro explicas que los grados de procesamiento son muy variables y es complejo hacer distinciones claras. Por ejemplo, algunos de los ultraprocesados más consumidos en España son los lácteos.

—No es fácil distinguir los ultraprocesados de los simplemente procesados. Los yogures que no cumplen con esas cuatro características, no serían ultraprocesados. Por ejemplo, el yogur natural no es un ultraprocesado. Es un alimento que, efectivamente, tiene un grado de procesamiento relativamente alto. Ha partido de la leche y ha sufrido varias etapas de procesamiento industrial. La materia prima en un yogur no se reconoce porque es un alimento sólido que procede de la leche, que es líquida. Sin embargo, un yogur natural no contiene grandes cantidades de grasa, ni de azúcar, ni de sal. Eso no lo cumple, y tampoco tiene ingredientes aditivos. Por lo tanto, un yogur natural, no lo sería. Ahora bien, un postre lácteo si lleva azúcar añadido y además tiene alguno de estos aditivos como, por ejemplo, colorante, ese sí sería un ultraprocesado.

—¿Los cafés en cápsula son ultraprocesados?

—Los ultraprocesados en sí se pueden considerarse no recomendables para la salud, pero eso no quiere decir que todo lo que no sea ultraprocesado sea saludable. Por otro lado, excepto por el contenido de azúcar que pueden llevar algunos cafés en cápsulas, no habría mayor inconveniente. En cualquier caso, el café no cumple con los requisitos para ser considerado un alimento ultraprocesado, venga o no venga en cápsulas. El problema de las cápsulas es si contienen más azúcar y, luego, el punto de vista medioambiental, que es otra cuestión.

—Dentro de los ultraprocesados, ¿cuáles son los peores?

—No creo que haya estudios en los que se hayan evaluado ultraprocesados comparándolos entre sí. No sé si hay alimentos ultraprocesados más insanos que otros, de hecho, lo que diría es que son alimentos que no aportan mucho a la dieta, sino al contrario. Cuando el consumo es elevado, pueden estar relacionados con la aparición de determinadas enfermedades metabólicas. Por lo tanto, tampoco veo el interés en compararlos. Como son todos alimentos no recomendables, pues ya está. No se recomienda ninguno.

—Pero, por ejemplo, los refrescos han sido objeto de mayor regulación e impuestos que otros productos...

—Sí, pero creo que eso tiene que ver con que el consumo es particularmente elevado. Al ser bebidas, se consumen con menos control que los sólidos. Y, por otro lado, es más fácil gravar con impuestos este tipo de productos, por su contenido de azúcar que es más alto que en el caso de otros alimentos. Más allá de eso, no creo que sean mucho peores que cualquier otro alimento ultraprocesado.

—Los ultraprocesados son son muy baratos. ¿Cómo explicas esto?

—Tiene que ver con dos cuestiones fundamentales. Una es la calidad de las materias primas. Los ultraprocesados se elaboran con materia prima de calidad más baja que la que podemos comprar nosotros. Y, por otro lado, la procedencia de la materia prima. Muchas veces, esa materia prima viene de países donde los salarios para los productores y los trabajadores de la industria alimentaria que preparan esas materias primas son muy bajos. Yo siempre pongo el ejemplo de la industria textil. En Europa podemos comprar ropa que procede de países asiáticos donde los salarios son bajísimos y eso permite que a nosotros nos llegue a un precio casi ridículo en ocasiones. Con la materia prima de algunos alimentos pasa lo mismo. Tienen un alto grado de procesamiento industrial que los debería encarecer, pero, sin embargo, es al contrario. Pueden ser incluso más baratos que otros. En muchas ocasiones, tienen partes de animales que no se pueden comercializar en sí mismas porque no son de interés para el consumidor, y se aprovechan para realizar este tipo de alimentos.

—Mencionas en el libro que sufres de adicción a las hamburguesas de cierta cadena de restaurantes de comida rápida. ¿Cómo es posible desarrollar una adicción a los alimentos?

—Precisamente por eso. Nuestro organismo está diseñado para la subsistencia. Cualquier actividad humana que implique una recompensa por realizarla puede dar lugar a una adicción. Cuando realizamos actividades que facilitan o aseguran la subsistencia, recibimos una recompensa en forma de placer. Eso pasa con el sexo y pasa con los alimentos. Lo que ocurre es que hay algunos componentes en los alimentos que son necesarios para la subsistencia, como ocurre con la grasa, que el organismo, cuando los recibe, genera una dosis de recompensa en forma de dopamina. El cerebro empieza a producir dopamina y eso da placer. Si eso lo repetimos con demasiada frecuencia, puede convertirse en una adicción. Nuestros ancestros no tenían ese problema, porque no tenían acceso a esos nutrientes con la frecuencia y facilidad que tenemos nosotros. Si pensamos en la dificultad que tenía un hombre de la prehistoria para conseguir grasas saturadas, era altísima. Implicaba matar animales, y matar animales no es sencillo. Por lo tanto, no tenían un consumo habitual de grasas saturadas. Lo mismo ocurre con el azúcar y la sal. Cuando las consumimos, el cuerpo responde con una dosis muy fuerte de placer para incentivarnos a seguir buscándolas.

—¿Cómo se podría revertir esa disponibilidad que nos lleva a consumirlos?

—La experiencia que tenemos con las bebidas azucaradas indica que los impuestos están funcionando, están reduciendo la demanda de bebidas azucaradas y desplazando el consumo hacia otras bebidas. En algunos casos, hacia bebidas edulcoradas sin azúcar y en otros, al agua directamente. Lo que ocurre es que únicamente una medida probablemente no sea suficiente para revertir el problema. Muchos proponen no solo gravar con impuestos los alimentos que sean más insanos, sino reducir los impuestos en aquellos que sean saludables para fomentar su consumo. Y, por otro lado, también están los sistemas de etiquetado y en otros países se están realizando campañas de educación nutricional, entre otras medidas. Tienen que tomarse medidas en el ámbito político para revertir el problema y que se afecte el consumo de ultraprocesados.

—Además, esos alimentos no solo están disponibles en supermercados, los ultraprocesados nos rodean.

—Claro, lo que no se puede tampoco es impedir que un empresario abra un restaurante y ofrezca este tipo de comidas. Pero sí que es verdad que, si se incrementaran los precios de las materias primas con los que se elaboran estos alimentos gravándolas con impuestos, pues a uno le saldría más caro ir a comer comida rápida que ir a un restaurante donde se sirva comida más saludable. Y, al contrario, si baja el costo de las materias primas más saludables, podría ser más barato todavía. Por el momento, no conozco que este tipo de medidas se hayan aplicado en ningún lugar.

—¿Con qué frecuencia se pueden comer alimentos ultraprocesados sin que esto repercuta en nuestra salud?

—Depende de la persona. Cada persona es diferente. Hay gente más sensible y otra mucho menos. Hay gente a la que estos productos ni siquiera le gustan y otra que es casi adicta. Es muy complicado. Yo siempre digo que, si una persona considera que tiene un problema con su alimentación, lo que tiene que hacer es acudir a un profesional dietista nutricionista. Con esa guía va a poder orientarse de manera personalizada. Y así, manejarse en este mundo de la comida, que a veces para muchas personas resulta complicado.

—Las apps para escanear etiquetas que mencionas en el libro, que dan información sobre cuán saludable es un producto, ¿ayudan realmente a consumir mejor?

—En general, yo no soy muy partidario de estas apps. Cuando se facilita tanto la labor al consumidor, se tiende a no cuestionar, a no complicarse la vida. Si la app te está diciendo que un alimento es saludable, no te vas a complicar con tratar de entender por qué, ver qué consecuencias puede tener su consumo para tu salud, ver qué composición tiene. De manera que, si la app te está diciendo que es saludable, lo compras y listo. Eso no contribuye a la educación nutricional de la población. Por eso, sería mucho más partidario de que se hiciera un esfuerzo por parte de las autoridades públicas de llevar la educación nutricional a toda la población. Muchas veces, la población está bastante desatendida en ese sentido. Si tuviera que salvar una app, sería CoCo, que es la que tiene unos criterios más científicos y está más guiada por nutricionistas que algunas de las otras. Sería la más destacable de todas.

Laura Inés Miyara
Laura Inés Miyara
Laura Inés Miyara

Redactora de La Voz de La Salud, periodista y escritora de Rosario, Argentina. Estudié Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario y en el 2019 me trasladé a España gracias a una beca para realizar el Máster en Produción Xornalística e Audiovisual de La Voz de Galicia. Mi misión es difundir y promover la salud mental, luchando contra la estigmatización de los trastornos y la psicoterapia, y creando recursos de fácil acceso para aliviar a las personas en momentos difíciles.

Redactora de La Voz de La Salud, periodista y escritora de Rosario, Argentina. Estudié Licenciatura en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario y en el 2019 me trasladé a España gracias a una beca para realizar el Máster en Produción Xornalística e Audiovisual de La Voz de Galicia. Mi misión es difundir y promover la salud mental, luchando contra la estigmatización de los trastornos y la psicoterapia, y creando recursos de fácil acceso para aliviar a las personas en momentos difíciles.