Alba Quadrado vive con ocho alergias alimentarias y celiaquía: «Cada vez que me introducían un alimento, acababa en urgencias»

ENFERMEDADES

Alba Quadrado divulga conocimiento sobre la alergia a través de sus redes sociales.
Alba Quadrado divulga conocimiento sobre la alergia a través de sus redes sociales. La Voz de la Salud

Hace apenas unos días, cuando celebraba su cumpleaños, una inocente tarta le provocó un nuevo episodio de anafilaxia que puso en riesgo su vida y le obligó a acudir al hospital tras inyectarse adrenalina

05 may 2022 . Actualizado a las 17:33 h.

Con la paciencia del santo Job, Alba Quadrado (Gran Canaria, 1992) responde a La Voz de la Salud a esa pregunta que ya le han hecho mil veces a lo largo de su vida. ¿Cuáles son tus alergias? «Soy alérgica a los frutos secos, al pescado, a los mariscos, al cacahuete, al huevo, al kiwi, al plátano y a la miel. Eso en cuanto a las alergias alimentarias. Aparte, soy celíaca», enumera. La etiqueta «alimentarias» es importante, porque su lista sigue. «También tengo alergias ambientales. Al pelo de los animales, al polvo, a los hongos y al látex, que está muy relacionado con las frutas tropicales. Por eso también tengo alergia a las frutas, porque son panalérgenos; moléculas muy parecidas entre ellas y que el cuerpo las confunde». Dice esta canaria de tan solo 30 años que ni siquiera las tiene contadas «porque todo tiene matices». «Soy alérgica a los frutos secos, ¿pero cuántos frutos secos hay?», comenta dando a entender lo absurdo de ponerse a sumar.

La vida de Alba es lidiar con la alergia desde que su madre se dio cuenta de que, cuando le daba el pecho, tenía asma, se le hinchaba la cara y le salían ronchas. «No sabían por qué. Pensemos que de esto hace 30 años, cuando ni siquiera existía Internet. Mi madre me llevó al pediatra, que le pidió que me diera el pecho delante de él para ver qué pasaba. Me hicieron pruebas y me diagnosticaron alergia a la proteína de la leche de vaca. Es la única alergia que he superado», dice. De la única que se fue, llegaron todas las demás: «Cada vez que me introducían un nuevo alimento acababa en urgencias. Recuerdo aquello. Por muy pequeña que fuese, recuerdo todas mis reacciones alérgicas. Se fueron diagnosticando por provocación, por así decirlo. Con el tiempo fue aumentando la lista hasta que hace dos años me diagnosticaron la celiaquía, que es algo nuevo para mí».

La historia de Alba tiene muchas ramificaciones. Está la más puramente clínica, porque salta a la vista de que su caso es especial. Pero más allá de síntomas; de hablar de inmunoglobulina, anafilaxia y demás términos médicos, hay una vertiente cotidiana muy importante. «Con los años, me he dado cuenta de que cuando no hay una enfermedad aparentemente visible, algo físico, no se toma en serio». Las escenas desagradables, la incomprensión y el constante «no es para tanto» le hicieron iniciar un proyecto didáctico para normalizar la alergia alimentaria en el 2018 llamada Alergias con Alegría. Este es también un ejercicio de autocrítica como sociedad.

Un día cualquiera en cualquier casa de España

Amigos, familia y comida de domingo. Bienvenidos a esta escena doméstica que pasaría desapercibida bajo cualquier techo. Menos en los hogares habitados por alérgicos alimentarios. Para un alérgico al pescado, eliminarlo de la dieta no es una 'solución' suficiente. «Tras la alergia a la proteína de la leche de vaca, llegó el huevo. Luego los pescados y mariscos. Y estas sí que fueron muy, muy graves. Recuerdo que mis padres cocinaban gambas o pescado en casa y, solamente por la inhalación, teníamos que ir a urgencias. Hay alimentos que me afectan por el contacto y por la inhalación, aparte de por la ingesta. Esas eran las peores. Recuerdo cuando estábamos en familia y se cocinaban gambas. Si había un perro o alguien fumando me daba el triple de alergia y tenía que ir a urgencias. Son mis recuerdos, de darme cuenta de alergias que tenía por vivir situaciones cotidianas», comenta Alba.

Reconoce que le costó aceptarse y que su actitud hacia su problema no fue la correcta durante muchos años. «No lo terminaba de aceptar y me costaba mucho más que la gente lo entendiera. Me tomaba las cosas de manera muy personal cuando la gente no entendía que no se me puede hacer el pollo en la misma sartén en la que has frito el pescado (lo que se conoce como contaminación cruzada). Mi actitud no facilitaba las cosas, me lo tomaba todo muy a la tremenda», reconoce. El cambio de chip, el pasar de una actitud de resistencia a una divulgativa, llegó cuanto tocó fondo. «Me detectaron esofagitis eosinofílica, que es una enfermedad rara del esófago que provoca que se cierre. Viene a ser como una alergia; pero esta todavía en investigación», cuenta. A partir de ahí decidió investigar y conocerse. Tal y como era. «Empecé a tomar las riendas de mi enfermedad autoinmune, me di cuenta de que si no las tomaba yo, nadie las iba a tomar por mí».

La contaminación cruzada y cómo un beso puede activar una reacción alérgica

Piensen en lo último que han comido. ¿Llevaba frutos secos, pescado, marisco, cacahuete, huevo, kiwi, plátano o miel? Es muy probable que sí, pero si no lo llevaba, ¿podrían asegurar que no había restos de alguno de estos alimentos en donde fue cocinada su última ingesta? La alergia alimentaria obliga a las personas que la sufren (más si, como en el caso de Alba, son polialérgicos) a vivir en un estado constante de hipervigilancia. Pero hay que vivir. «Te puedes encerrar en casa y decir ''ya no salgo'', pero tienes que hacer vida fuera. Cuando trabajas, tendrás comidas de empresa; si tienes amigos, saldrás con ellos; te va a apetecer viajar. Día a día me tengo que enfrentar al hecho de que soy alérgica y que fuera de casa estoy insegura. No me ha quedado otra que aprender». 

No tiene que bucear mucho en su pasado para encontrar un ejemplo que ilustre cómo es esquivar a diario los alérgenos. Hace solo unos días sopló las velas de su treinta cumpleaños y aprovechó para escaparse unos días a la isla de Lanzarote junto a unos amigos. «Fueron cuatro días. Quieres estar relajada y en el único momento que me salgo del plato es porque vamos a un restaurante que ya conocía al que ya había llamado con un día de antelación para que me hiciesen la comida que siempre me hacen. Resulta que el camarero me dice que hay una tarta que puedo comer, que no me preocupe, que no lleva nada. Pero sí llevaba. La tarta estaba montada con huevo crudo y me dio una reacción bastante fuerte porque comí tres o cuatro cucharadas. Se me cerró la garganta. Me tuve que inyectar dos dosis de adrenalina y luego estuve ingresada. Además había bebido un poquito de vino y tenía la menstruación. Esos son cofactores que agravan la reacción», relata sobre su última anafilaxia, un episodio grave por, simplemente, bajar la guardia durante un momento durante sus vacaciones.

Alba siempre lleva consigo adrenalina. Un medicamento que, ante una crisis anafiláctica en la que se cierra la glotis, impide la parada cardiorespiratoria al expandir las vías respiratorias. Tras administrarse adrenalina es necesario acudir a urgencias para contrarrestar sus efectos con corticoides intravenosos. 

Así explica Alba Quadrado su realidad: una combinación de excepcional gravedad y rutina. ¿Llega una persona a acostumbrarse a esto? Por suerte (y por el conocimiento que los años le han dado de ella misma), no todos los días sufre una anafilaxia. Otras cosas son más difíciles de prevenir. «Cuando era pequeña me pasaba mucho más: porque tocaba a un gato, a un perro, por estar en un ambiente de fumadores, por sentarme en una silla de un bar donde hubiera restos de cacahuetes o porque alguien que hubiese comido frutos secos me diera un beso en la cara. Ahora me puede pasar dos o tres veces al año porque me salgo del guion y me la juego. Pero reacciones leves... millones de veces. Es una constante en mi vida».

Quien no lo vive no está familiarizado. Incluso, y me duele decirlo, el propio sector sanitario.

Si Alba hace bandera de sus alergias alimentarias es porque considera que la sociedad no es consciente de hasta qué punto condicionan la vida de los que las padecen. «En mi caso, lo que más he desarrollado son las alimentarias y creo que son las que menos están normalizadas. Porque alérgicos al polen o al polvo hay muchos. Eso sí está normalizado, pero la alergia alimentaria no», proclama. Le preguntamos por qué y si cree que somos una población ignorante en lo que a alergias se refiere. ¿Sabemos poco sobre ellas? 

«Muy poco. Porque quien no lo vive, no está familiarizado. Y me duele decirlo, pero incluso dentro del propio sector sanitario. No es la primera vez que un médico me dice: ''Mi niña, pobrecita qué putada, ¿tú que comes?”. No te dan ánimos, precisamente. También se confunde la alergia con la celiaquía; se le da la misma importancia. Se conoce mucho más de las intolerancias que de la alergia alimentaria y las implicaciones que tiene. En el sector de la restauración y la hostelería, están muy verdes. Y la sociedad en general también. No pasa así cuando hay una enfermedad aparentemente visible, algo físico. Si tú estás en una silla de ruedas, no se me ocurre decirte “joder, qué putada que no puedes caminar, no sabes lo que te pierdes”. O ves a alguien que no tiene pelo y si piensas que tiene cáncer no le dices ''tío, qué pena que tengas cáncer, no sabes lo que te pierdes no saliendo a la calle y no tomando el sol, que estás muy blanquito”. Eso no se lo dices a nadie que tenga algo físico. ¿Qué pasa con la alergia? Que no se ve. No se ve hasta que te da una reacción alérgica y entonces todos nos alarmamos. Porque no nos lo creíamos, porque no lo vemos y pensamos que no es para tanto, que no es tan grave. No hay información porque no te cruzas por la calle con gente con reacciones alérgicas. Cuando lo ves es cuando eres consciente de lo que realmente pasa. La gente que es realmente consciente es la que lo vive, sobre todo con sus hijos».

Hosteleros a la defensiva

Evidentemente, a nadie le gustaría que entrasen a su local y le empezasen a interrogar sobre los métodos de su cocina, sobre el aceite que usan o si utilizan guantes de látex. Por eso alrededor de un alérgico siempre orbita la empatía del resto. Entender que la hipervigilancia en la que viven estos pacientes es una obligación, no una elección. «En Lanzarote, lo que me pasó fue porque el camarero me dijo que confiase en él, me prometía que no llevaba nada. Al final, te tienes que fiar y preguntar mucho. Decir ''mira, tengo este problema, ¿es posible que me puedas hacer esto aparte en otra sartén?, ¿qué aceite usas?, ¿cómo haces esto y lo otro?, ¿utilizan guantes de látex en la cocina?'' Y si ves que no contestan bien o se ponen a la defensiva, dar un paso atrás. Para ellos es un interrogatorio y a mí me resulta más estresante ir a un sitio nuevo, preguntar por todo eso. Para tener que pasar esa ansiedad, prefiero cogerme un táper. Al final me estoy estresando yo por tener que pasar un mal rato solo por estar preguntando. Porque claro, como no está normalizado, creen que vas a pillar o que les vas a molestar», explica.

El coste de la alergia en la salud mental

No es de extrañar que este estado de estrés sostenido acabe repercutiendo en la salud mental. «Claro, padezco ansiedad. He ido y sigo yendo a terapia. Llegué a un punto de decir ''no puedo más''. Aunque tenga un proyecto, aunque esté tratando de normalizarlo y visibilizarlo, pasa factura. Mi la salud mental se ha visto afectada. Cualquier persona con una enfermedad autoinmune que afecte a la calidad de vida debería contar con un apoyo nutricional y psicológico de base. Que formase parte del sistema sanitario en España. Pero desgraciadamente, no pasa así», se lamenta la grancanaria.

La celiaquía para cerrar el círculo

A la vida de Alba, esa vida de mil precauciones, llegó hace algún tiempo la celiaquía. A los frutos secos, al pescado, a los mariscos, al cacahuete, al huevo, al kiwi, al plátano y a la miel, se sumó el gluten. Costó llegar, porque el diagnóstico de esta enfermedad es un camino tortuoso y no demasiado accesible. Una peregrinación dando tumbos que no hubiese llegado a meta sin tirar de ahorros propios. 

«Fue un proceso muy largo, muy duro, porque nadie me hacía caso. Pasaba de digestivo en digestivo y nadie me hacía caso. Yo era una paciente informada, que se había leído el protocolo de diagnóstico precoz de la celiaquía. Contaba con ese desparpajo, pero aún así, ¿cómo le vas a decir tú a un médico que no está siguiendo el protocolo?». Alba Quadrado narra como tras informar a su médico de los problemas que le causaba comer gluten,  le realizaron la primera prueba «que es la anti-transglutaminasa A». Dio negativo. «Según el protocolo, aunque salga negativo, si hay síntomas clínicos se debe continuar avanzando. Pero al ver el resultado me dijo: “Tú no eres celíaca”. Pero vamos a ver, no me hizo la prueba genética, ni la biopsia y tenía síntomas clínicos. Había que seguir con el protocolo. Luego me dijeron que tenía colon irritable, que ''el 99 % de la población tenía colon irritable porque eso lo provocaba el estrés y el 99 % de la población tiene estrés''. Ni me preguntó si estaba estresada. Yo le dije que estaba bien y me preguntó si era la única persona en el mundo que no estaba estresada. Discutí con ella y me canceló la biopsia», certifica.

Explica Alba que el diagnóstico le llegó gracias a rascarse el bolsillo. El dinero le dio la atención. Así de crudo. «Qué más le iba a contar yo a esa señora. Me acabé pagando un médico integrativo que me costó 5.000 euros que me hizo las pruebas que me llevaron al diagnóstico». Aunque en su caso fue excepcionalmente caro, ser celíaco no es barato se llegue como se llegue a la confirmación de la enfermedad. «La gente que te dice que “cada vez hay más cosas para alérgicos y para celíacos”, cuánta ignorancia. Una cosa es el márketing, los embutidos sin leche, sin gluten, sin huevo... Sí, pero todo más caro y procesado. Quiero evitar los alérgenos, pero comer lo más natural posible. Me compro la harina de trigo sarraceno a 3 euros y medio la bolsa para hacerme unas tortitas por la mañana. Tengo que comer caro porque la comida es mi medicina, pero también es mi veneno», dice.

Y la conversación sobre la economía doméstica pasa de la comida a los fármacos. «Luego están los medicamentos, los anthistamínicos, la adrenalina que de por sí es muy cara». Porque, como ya podría sospechar el lector menos intuitivo, las plumas de adrenalina —pese a estar financiadas— no son gratis para los usuarios. Por mucho que sea el único método para poner freno inmediato a una anafilaxia que pueda acabar con su vida. «En Lanzarote me costaron 25 euros cada una, y eso que están subvencionadas. Imagina sin subvención», explica Alba, una persona polialérgica. Una condición sobre la que ya saben más de lo que sabían. 

Lois Balado Tomé
Lois Balado Tomé
Lois Balado Tomé

A Coruña (1988). Redactor multimedia que lleva más de una década haciendo periodismo. Un viaje que empezó en televisión, continuó en la redacción de un periódico y que ahora navega en las aguas abiertas de Internet. Creo en las nuevas narrativas, en que cambian las formas de informarse pero que la necesidad por saber sigue ahí. Conté historias políticas, conté historias deportivas y ahora cuento historias de salud.

A Coruña (1988). Redactor multimedia que lleva más de una década haciendo periodismo. Un viaje que empezó en televisión, continuó en la redacción de un periódico y que ahora navega en las aguas abiertas de Internet. Creo en las nuevas narrativas, en que cambian las formas de informarse pero que la necesidad por saber sigue ahí. Conté historias políticas, conté historias deportivas y ahora cuento historias de salud.