Ana Bustelo, vivir desde niña con altas capacidades: «Ir al colegio era un vacío en mi vida»

SALUD MENTAL

Ana Bustelo, en el campus sur de Santiago de Compostela.
Ana Bustelo, en el campus sur de Santiago de Compostela. PACO RODRÍGUEZ

Tras pasar sin pena ni gloria académica por el colegio, ha terminado por encontrar en la universidad un terreno donde desarrollar todo su potencial

07 dic 2023 . Actualizado a las 16:48 h.

«Dios, sí que soy un poco estereotípica, madre mía», piensa en voz alta Ana tras un buen rato repasando lo que ha sido su vida con altas capacidades por teléfono. Niña solitaria en el colegio, de gafas y pelo corto. «La típica que se considera una pringada», dice sobre ella misma, recordándose siempre con un libro debajo del brazo. Notas mediocres, pero pensamientos profundos y siempre dispuesta a hablar del amor o de la muerte sin levantar dos palmos del suelo. Así era Ana Bustelo antes de que tres días de pruebas ante un psicólogo acabasen por pulir la pieza que le faltaba para encajar en el puzle. 

Hasta aquí, su historia suena a libro de Roald Dahl, pero ella no es Matilda. Ni movía cosas con su mente —y está bien aclararlo ya que, según dice, pervive la imagen «de que podemos hacer el pino-puente con el cerebro»—, ni tenía unos padres que no la comprendían. Al contrario, olfatearon rápido lo que estaba pasando. «Lo tenían claro desde el minuto cero. Mi padre estaba convencidísimo. No creo que supiese bien lo que era la etiqueta de altas capacidades. Tampoco sé si asumía la etiqueta de 'superdotado', que es una palabra muy grande, pero siempre entendió que, de alguna manera, yo tenía una forma de desarrollo diferente», explica Ana, doce años después de aquel maratón de test. No era una estudiante modélica en el instituto, pero cumplidos los 24 años, su vida orbita, ahora sí, sobre lo académico. Prepara la tesis que culminará su doctorado en filología hispánica y para sacarle una foto nos citamos en una biblioteca pública, que tampoco es que ayude a esquivar el cliché. 

Checklist de las altas capacidades

En cada tópico hay que separar el grano de la paja. Una cosa es no ver más allá del estereotipo y otra es ignorarlo. Porque en algo se basan para llegar a serlo, ¿no? En la vida de Ana se van tachando las casillas clásicas de las altas capacidades: desarrollo pronto del habla, sí; cuestionamientos de los aspectos trascendentales de la vida, sí; desarrollo académico atípico, también; y una alta sensibilidad. «Era una niña muy intensa a nivel emocional. Aprendí a leer muy rápido, estaba muy encerrada siempre en mí. Mis padres, por suerte, son dos personas profundamente inteligentes y, aunque les llamó la atención, no se apresuraron a tener que buscar una explicación hasta que fue necesaria. Sí, era demasiado emocional y eso fue lo que llevó a buscar el porqué».

Hija, dice ella, de padres inteligentes —quizás algo más que eso, ya que las altas capacidades son un rasgo mediado por la genética—, es también hermana de las altas capacidades. Aunque en poco más se parece a su hermano. «Él era mucho más analítico, un niño que destrozaba las cosas para volverlas a construir. Mis padres tuvieron dos referencias distintas y bastante claras de dos formas de desarrollo de esta potencialidad». Pero como a todo hermano mayor, a ella le tocó explorar el terreno virgen.

Por cómo lo narra, su recuerdo del colegio no es especialmente dulce. No al menos hasta que recibió con doce años su diagnóstico, una palabra que no le importa pese a que se le recuerde que se suele asociar con lo patológico: «A mí no me molesta». «Yo era muy retraída, pero me gustaba mucho hablar con adultos y de conceptos muy abstractos: la muerte, el amor; las relaciones humanas me apasionaban. No es que yo tuviese demasiadas. Tampoco es que me interesasen, pero sí la teorización sobre ellas, que se me escapa a nivel experiencial».

Pero dentro de las paredes de la educación primaria, la vida era muy diferente al terreno fértil que encontró en su casa. «Me topé con una brecha enorme entre la vida en el colegio y la vida en casa. Yo llegaba a casa y me encontraba a unos padres que me motivaban, que me nutrían mucho; en cambio en el colegio, notaba una descompensación —palabra que cuidadosamente elige para evitar decir 'desigualdad'— a nivel de desarrollo con mis compañeros. Tampoco entendían qué estaba haciendo mal; qué era lo que me separaba para que yo no tuviese esa complicidad que sí se veía entre el resto de niños. Es probable que no me interesara tanto y tampoco lo veía como un problema, pero a la vez era, evidentemente, raro. Al final, hay veinticinco niños en una clase y es imposible pararse con todos, pero los profesores tampoco me brindaron un gran apoyo. Me sentía muy desconectada», comenta sobre aquella época, que remata con un titular contundente: «Ir al colegio era un vacío en mi vida. Un vacío entre ir a mi casa y mis actividades extraescolares. Era algo que había que hacer». 

Dice que tenía una amiga. Y ya. Esa dificultad para encontrar iguales es otro rasgo típico de las altas capacidades. Ana pone el check cuando habla de una niña de su clase «muy inteligente» y a la que «le gustaba mucho pintar». Una amistad que dice conservar. Sus resultados académicos fueron en consonancia con el escaso interés mostrado en todo lo que sucedía allí dentro. «Yo fui penosa en el colegio. A ver, penosa tampoco, pero sí una niña de notas totalmente mediocres. Hasta que no llegué a la universidad, no se produjo un salto grande en mis resultados», asegura. 

El reseteo

El colegio no hizo nada para cambiar la situación, pero sus padres sí. La llevaron al psicólogo y tras tres días enteros de pruebas y cuestionarios (de razonamiento verbal, espacial y de personalidad), recibió su etiqueta. «Tuvieron mucho cuidado en hablar de altas capacidades y no de superdotada, diría que para prevenir un poco la subida que te pueda dar que te digan eso. Pero para mí no supuso nada más que una liberación; por lo menos sabía que no era culpa mía». Supuso un cambio de paradigma grande, especialmente en sus relaciones interpersonales. Palabras demasiado largas para decir, básicamente, que empezó a hacer amigos. De la incomprensión y desinterés mutuo, del «ostracismo condenado y voluntario», pasó a socializar sin problemas. «Esto es una cosa que empecé a desentrañar hace relativamente poco, hasta hace no mucho no entendía muy bien qué había pasado antes del diagnóstico. Veía que me costaba y no entendía por qué, me frustraba, pero al mismo tiempo tampoco me interesaba demasiado. Cuando recibo el diagnóstico, me deja de preocupar que tuviese un problema. Antes de eso no las buscaba porque pensaba que hacía las cosas mal. No lo intentaba. Con el diagnóstico, desaparece la culpa o la inferioridad», recuerda.

Ana Bustelo tiene 24 años y fue diagnosticada con altas capacidades a los 12.
Ana Bustelo tiene 24 años y fue diagnosticada con altas capacidades a los 12. PACO RODRÍGUEZ

Sin embargo, quedaban y quedan problemas que resolver. Está claro que, puestos a elegir, cualquiera se decantaría por tener altas capacidades si la alternativa es tenerlas bajas. ¿Pero esto convierte a estas personas en afortunadas? «Creo que es un debate muy grande que vive la gente que es diagnosticada y que, desde ese momento, sabe exactamente qué es lo que los diferencia. Hasta los 18 años tuve un debate terrorífico. Bueno, en realidad no había demasiado debate. Pensaba que era una maldición absoluta, que era profundamente diferente y que eso creaba una brecha enorme entre mí y el resto de la sociedad, que no me entendía», explica Ana que, no obstante, ha sabido ver la parte positiva de su forma de ser. Y no son pocas. Es rápida, más rápida que sus compañeros leyendo e investigando. Lo hace mejor en menos tiempo. También muestra una capacidad especial para asociar conceptos de forma hábil y su memoria parece funcionar mejor a la hora de rescatar datos. Todas ellas, habilidades muy golosas para una persona que dedica su tiempo a completar una tesis doctoral. «Con la llegada de la universidad, encontré un ambiente que se correlacionaba con mis necesidades, empecé a verlo como una ventaja absoluta. Pude empezar a explotar mi potencialidad de la manera en la que yo quise, lo empecé a ver como una ventaja». Pero cada cara de la moneda tiene su reverso.

El fracaso y las altas capacidades

¿Qué espera el mundo de una persona que tiene altas capacidades? La pregunta quizás es demasiado elevada. ¿Qué esperan unos padres, unos abuelos o unos profesores de su hija, nieta o alumna con altas capacidades? Y sobre todo, ¿qué cree un niño con altas capacidades que espera de él el mundo? Si la lotería genética te da esa etiqueta, la presión por aprovecharla se instala. La tolerancia al fracaso, tiende a cero. ¿El mundo te mira y te reta?, ¿se convierte en una lucha contra el «a ver si eres tan listo»?

Desde luego, a Ana esta presión le ha pasado y le sigue pasando factura. «Soy una persona que no tiene tolerancia al fracaso. No es que no lo haya experimentado, es que no soy capaz es de llevarlo bien. Soy incapaz de decir que no a ninguna tarea porque se supone que debo ser capaz de hacerlas todas. ¿Por qué no iba a serlo? Siento que debo poder hacer todo lo que me piden y más, rapidísimo y con la exigencia de un 10. Y esto te puede comer», asegura sobre una exigencia que se autoimpone. No es cosa de sus padres, abuelos, ni profesores. «Es una etiqueta que, y hablo de mi caso personal, supuso muchísima presión en cuanto a expectativas de rendimiento. Creo que te lo autoimpones. Si tienes esta etiqueta, tienes que responder a ella para responder a un estigma social».

Pero fuera de la esfera académica, Ana se describe como una persona normal. La normalidad es un concepto difícil de definir, pero no hace nada que no se vea en otra persona de 24 años. Se define como, quizás, demasiado extrovertida, porque, al parecer, pregunta muchas cosas. Cita específicamente salir con sus amigos, ir de compras y la música. No esconde que tiene altas capacidades, pero tampoco lo cacarea porque teme que se pueda ver un punto de soberbia. El elefante sale de paseo si la conversación lo exige. Sin embargo, es probable que si la conocen y charlan con ella por primera vez el rato suficiente, el tema acabe sobre la mesa. «Pero porque es algo que me acompaña como me acompaña el ser morena. Simplemente es una realidad que para mí es importante. Más por lo que ha supuesto el diagnóstico, que por las altas capacidades», se explica. 

Estereotipo de un mundo no estereotipado

Si Ana parece lamentarse de resultar previsible o estereotipada, es porque sabe que no hay un patrón entre las altas capacidades. Aunque el ejemplo más evidente sea su hermano, un estudiante más de una carrera de ingeniería muy alejado de la pompa académica, tiene más. Cuando llegó a ASAC (Asociación de Altas Capacidades de Galicia), descubrió un mundo de iguales. Iguales, pero diferentes. Su primer contacto con un niño aún más joven que ella resultó en una conversación acalorada sobre el aborto. Salió insultada de aquel encuentro —sin alarmismos, hoy ese niños es amigo suyo—, pero estimulada por poder hablar de conflictos adultos entre estuches de primaria. «Me gustó mucho encontrar manifestaciones absolutamente diferentes entre las altas capacidades, ver cómo se manifestaban y que esas personas son igual de diferentes entre ellas que el resto del mundo. Te hace darte cuenta que no tienes que responder a un patrón», comenta sobre una experiencia que le cambió la vida. «Le cambió la vida», ¿suena a estereotipo? Bueno, puede ser. «Lo importante es encontrar tu ajuste, ya que la sociedad no te lo va a poner fácil. En mi caso encontré esta, que es verdad que es prototípica, pero puedes tener el que quieras», zanja. 

Lois Balado Tomé
Lois Balado Tomé
Lois Balado Tomé

A Coruña (1988). Redactor multimedia que lleva más de una década haciendo periodismo. Un viaje que empezó en televisión, continuó en la redacción de un periódico y que ahora navega en las aguas abiertas de Internet. Creo en las nuevas narrativas, en que cambian las formas de informarse pero que la necesidad por saber sigue ahí. Conté historias políticas, conté historias deportivas y ahora cuento historias de salud.

A Coruña (1988). Redactor multimedia que lleva más de una década haciendo periodismo. Un viaje que empezó en televisión, continuó en la redacción de un periódico y que ahora navega en las aguas abiertas de Internet. Creo en las nuevas narrativas, en que cambian las formas de informarse pero que la necesidad por saber sigue ahí. Conté historias políticas, conté historias deportivas y ahora cuento historias de salud.