Tener 15 años ya no es lo que era: así ha cambiado la adolescencia en lo que va de siglo

Lucía Cancela
LUCÍA CANCELA LA VOZ DE LA SALUD

SALUD MENTAL

MARCOS MÍGUEZ

Beatriz y Ana, madre e hija, explican cómo era y es la edad del pavo: «Para contar algo importante a tus amigos mandas un audio de "WhatsApp"»

18 dic 2023 . Actualizado a las 10:08 h.

Cuando Beatriz (A Coruña, 1985) tenía 15 años, Britney Spears empezaba a cantar Oops!...I Did It Again. Alejandro Sanz ganaba el Grammy Latino por su álbum El alma al aire, y Compañeros se convertía en referente. Las pesetas todavía seguían en circulación, aunque no por mucho tiempo. El matrimonio entre personas del mismo sexo no era legal en España y el Código Penal contemplaba, aún, penas de prisión si una mujer abortaba en los supuestos no permitidos. Las televisiones tenían culos y caderas, las películas se guardaban en VHS y las palabras salían caras: los SMS solo admitían 160 caracteres, menos que un tuit, y costaban unas 25 pesetas. El valor de descifrarlos casi da para otra historia. 

23 años después es su hija, Ana, la que tiene 15. Ni Alejandro Sanz, ni Britney Spears siguen en las listas de éxitos. Los Compañeros hace tiempo que dejaron el instituto, y de pesetas, VHS o SMS es mejor que ni se le hable. Las televisiones han adelgazado, las películas ya no ocupan espacio y los mensajes han pasado a ser audios. 

La adolescencia ya no significa lo mismo. Los 15 de Beatriz eran menos exigentes. «Si bien mi perspectiva laboral era estudiar una carrera y ejercer de ello, veía muy viable cualquier otra alternativa aunque no tuviese esta formación. De hecho, pienso que todavía no teníamos tan inculcado que para poder trabajar hiciese falta un reconocimiento académico», cuenta. Ana, por el contrario, lo tiene claro. A los 30, aún con trabajo, imagina que tendrá que seguir formándose. «Es muy complicado que hoy en día te veas independizado siendo joven y con un salario digno que te permita hacerlo», añade. Así que, por el momento, un objetivo: formarse mucho y muy bien. 

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En esencia, un día en el instituto de madre e hija son bastantes similares, pero la diferencia reside en los detalles. Allá por el 2000, mientras que unos iban en autobús o caminando al centro educativo, Beatriz llegaba en su scooter. La conducción de motos por aquel momento «estaba de moda». Para Ana, este perfil es un rara avis. Las dos ruedas de uno han pasado a sustituirse por las dos ruedas de otro: «No ves a nadie en motos, pero sí, y cada vez más, a gente que viene en patinetes eléctricos», dice. 

Los tiempos han cambiado y las mochilas con ello. Mientras que antaño, «pesaban un quintal» porque iban repletas de libros, lo habitual es que ahora se prime el uso de ordenador y por lo tanto la carga sea menor. La espalda de los menores seguro que lo agradece. La estructura de las clases también ha evolucionado. Antes, todo en papel. Ahora, en un campus online. La excusa del perro que se había comido los deberes ha pasado de moda; como también lo ha hecho fumar para alardear de chulería. «Recuerdo que era una época en la que ya despuntaba mucho ser adolescente y empezar a fumar. Era algo muy habitual que todos hacían», indica Beatriz. Hoy en día no está tan bien visto. «En mi caso, suelo ver a más niños pequeños, de trece o catorce años, haciéndolo, que a los de Bachiller», explica. Parece que la edad los cura en prevención.

Menos galletas y más fruta en el desayuno

La nutrición e interés por una buena alimentación ha formado parte del cambio en la sociedad española. Mientras que ahora se establece un sistema de etiquetado y de evaluación de productos, conocido como el nutriscore; a finales de los 90 y principios de los 2.000, las marcas todavía priorizaban la palatabilidad a cualquier coste, incluso si este se contase en tazas repletas de azúcar. Si esto suponía un problema, el reto de encontrar un producto sin gluten se escribía en mayúsculas. Para Beatriz, este ha sido el gran cambio. «Ni se hablaba de intolerancias o alergias al nivel que se hace hoy en día, ni los productos eran igual de accesibles. Eran muchísimo más caros y solo se podían encontrar en tiendas específicas, no en cualquier supermercado», indica.

Por el contrario, si hoy en día un evento incluye una comida, la lista de intolerancias digestivas está a la orden del día. En los últimos 15 años, también ha surgido un movimiento de mejora de los hábitos alimentarios. «Podía desayunar 15 galletas con un vaso de Colacao, que no estaba mal visto», ejemplifica esta madre, quien en el presente, ni se plantea ofrecer esta opción como un desayuno diario. «A Ana le preparo tostadas para que no recurra a la bollería industrial, le pongo fruta, intento que coma pan integral en lugar de harina refinada o que el fiambre tenga un porcentaje de carne elevado», explica. 

Las cifras de sedentarismo no han parado de crecer, aún cuando las opciones de movimiento son infinitamente más amplias. Las actividades extraescolares y deportivas en el 2000 no solían abarcar mucho más que el baloncesto, el fútbol y el voleibol. Por el contrario, en la actualidad, los adolescentes casi tienen una para cada día del mes. «Veo que hay disciplinas mucho más novedosas: desde parkour a freestyle u otro tipo de bailes. Además, las competiciones se llevan a niveles mucho mayores y profesionales», explica. Y para muestra, un botón. Mientras que Beatriz practicaba baloncesto, Ana hace crossfit y boxeo. 

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«Nadie tenía una hora para irse a dormir»

Crear una rutina también es tarea moderna. «Ni mis compañeros ni yo teníamos una hora para irnos a dormir», contempla esta adulta. Más allá de saber que el descanso era fundamental, nadie se preocupaba de si el quinceañero dormía seis, ocho o diez horas. Que la familia pasase un rato juntos caía por imperativo. El mando de la televisión se repartía según la ley del más fuerte. Ahora, dice Ana, «no consumimos contenido juntas más allá de alguna peli que nos pueda interesar». Cada uno ve lo que medianamente quiere —y puede— en su dispositivo. 

Y en materia de tiempo libre, a las quedadas de adolescentes se ha sumado un tercer elemento más allá de las pipas y el refresco: el altavoz. «Solemos estar constantemente con música, vayamos por la calle o estemos en un parque», explica la protagonista. Para Bea, era algo impensable. Cargar con el radio cassette no se les pasaba por la cabeza; mucho menos recurrir a los cascos y a un walkman. Es más, existe evidencia de que a las generaciones actuales les resulta complicado estar en silencio, estudios que visto lo visto pueden no ir tan desencaminados. 

Llamar al teléfono fijo de alguien no entra en los planes de Ana. Lo habitual es hablar por whatsapp y, si existe riesgo de confusión, hacer una llamada al móvil de sus amigos. Eso sí, a los más cercanos. Precisamente, parece que la voz se reserva al círculo más íntimo. «Para contar algo importante mandas un audio y, cuanta más confianza, más largo es», precisa. Al resto solo le queda la mensajería instantánea y, con suerte, algún que otro emoji. Beatriz recuerda, con nostalgia, cómo funcionaban las cosas en los noventa: «La única forma de contacto era con el teléfono fijo de casa. A veces podían cogerte, otras veces no y otras veces te cogía un hermano», cuenta. Por aquel entonces, comenzaba la moda de los SMS, aunque no había acabado de asentarse y resultaba demasiado cara. 

Salud mental: de lo extraño a lo habitual

Antaño, la salud mental era inexistente. Los jóvenes seguían padeciendo ansiedad, pero si apenas le ponían nombre, mucho menos, iban a decirlo en alto. «Se juzgaba al que tuviese este tipo de trastornos. Incluso se le trataba de loco», dice Beatriz, quien ahora reconoce lo injusto de esta situación. 

En lo que a Ana respecta, sabe definirla y hasta dar ejemplos. «Para mí, consiste en tener un equilibrio en todos los sentidos con los que una persona pueda sentirse a gusto consigo misma». Le sorprende la indiferencia que los trastornos mentales sufrían en un pasado, por ello, insiste en darles la importancia que tienen «tal y como se hace ahora». Con todo, también tiene una opinión más crítica sobre la banalización de este tipo de problemas: «Pienso que hay personas de mi edad que se aprovechan y dicen que tienen ansiedad. No sé si lo hacen para llamar la atención o porque les hace ilusión, pero es algo en lo que no se debería caer», afirma. ¿Crees que influyen las redes sociales?, se le pregunta. Rotundo «sí». «Opino que han hecho que se hable más de ellas, lo que ayuda a quien las tiene de verdad, pero también provoca que se conviertan en una forma de dar la nota por parte de quien las finge», explica esta quinceañera. 

Y de oca a oca, la conversación se centra en el cambio por excelencia que ha marcado la sociedad en este siglo. El escaparate público con más visitas, la plaza —digital— con más usuarios y el poder de convertirse en algo que no eres de forma más accesible: las redes sociales. Es habitual escuchar a diferentes expertos comparar el uso de un móvil sin control a un Lamborghini sin carné. Como a muchos otros, la presencia de sus hijos en redes sociales es algo que preocupa a Beatriz. «Ellos —tiene tres— creen que controlan la situación, creen que son adultos para tomar decisiones sobre sí mismos, sobre su cuerpo y sus expresiones, pero pienso que no son conscientes de la repercusión que todo eso puede tener», detalla. 

Reconoce que si el uso general que todos hacen de estas plataformas fuese adecuado, no le quitarían el sueño, pero considera que tener 15 años y tener precaución no suele ir en la misma línea. «Se ha instaurado la idea de que cuantos más seguidores tiene una persona, más guay, cuando no es así», añade. 

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«No veo que las redes sociales sean tan peligrosas como las pintan»

¿Se ajusta a la realidad de los adolescentes? Ana dice ser consciente de los riesgos que entrañan. «Pero no las veo tan peligrosas como las pintan, puede que sea por la edad. También es cierto que ni a mí, ni a las personas que conozco, nos ha pasado nada». ¿La popularidad se mide en likes? No lo niega. «Es cierto que se miran los seguidores, los comentarios o los me gusta. Pero seguimos teniendo en cuenta que se hable mucho de él o ella, por ejemplo», destaca. 

Desde que Ana tiene móvil, su madre trata de llevar un cierto control de su uso, especialmente, del tiempo empleado. «No tengo mucha libertad. A otros niños ni se les controla», comenta ella. Con total honestidad, identifica cierta dependencia de este pequeño dispositivo. Ahora bien, no lo ve como algo negativo, «sino normal»: «Es la forma que tenemos de comunicarnos. Por ejemplo, si estoy con mis amigos lo dejo a un lado. Me gusta tenerlo porque es mío, forma parte de mi privacidad y, al final, es algo con lo que estoy todos los días. Para nosotros, es como si alguien viene y te quita unos zapatos», describe. 

Opina que la crítica de los adultos radica en una falta de compresión: ni se relacionan igual que los jóvenes —entre los que sí interviene un teléfono—, ni las necesidades son las mismas. «Lo utilizamos para prácticamente todo», dice ella, que añade: «Además, te da cierta seguridad en muchos aspectos: saber dónde estás, cómo ir hasta donde quieres llegar o poder contactar con alguien si te quedas solo», explica. 

Las razones no son suficientes para convencer a su progenitora, que niega con la cabeza. Su inquietud principal, en este aspecto, es que los adolescentes no son capaces de dejarlo sin que se le imponga. «La primera barrera de castigo siempre es retirarlo. Y en ese momento, aunque ella no es consciente, primero atraviesa un período de adaptación, como una especie de desintoxicación, en el que se enfada, se encapricha y llora; y ya después, es otra persona. Está mucho más implicada con su familia, en las conversaciones y cambia su actitud», explica Beatriz. 

«No es verdad», le interrumpe Ana. «Sí lo es», responde con un tono que solo una madre sabe poner, para después continuar: «A veces es complicado establecer límites, porque no sabemos hasta qué punto tiene la necesidad de utilizar el móvil para las tareas del día a día. Te dice que le pasan los apuntes por ahí. Por eso, muchas veces, lo único que te queda es contestarle con que si hay algún problema, que me llame el profesor». Es posible que educar nunca tuviese tantos peros.

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Más allá de la seguridad en internet, varios estudios han visto cómo la presencia en redes sociales pueden menoscabar la autoestima y la percepción que uno tiene de sí mismo. Ana lo confirma. «Se utilizan muchísimos filtros, o ediciones, para verte más guapa o guapo. A mí eso me parece bien. El problema es que se crean unos estándares de belleza que no existen y debes saber que tampoco puedes alcanzar», explica. De igual manera, facilitan la caída en el saco de la comparación: «Ves las fotos de otra persona y en base a su imagen, ya se establece una idea que puede no tener nada que ver con ella. Eso es algo que afecta a la envidia, a los celos y, por lo tanto, a la autoestima». 

El bullying siempre ha existido, «solo que antes no se le daba la visibilidad que hoy tiene», dice Beatriz. Carecía de una etiqueta y lo que no se nombra, no existe. Precisamente, este campo es algo en lo que reconoce un avance, como también lo observa en todas sus aristas. «Tengo la sensación de que las generaciones actuales no juzgan a la gente por cómo van vestidos o las marcas que llevan o no. Cuando yo tenía 15 años, era motivo de burla salvo que tuvieses muchísima personalidad», indica. Al menos a peor, no hemos ido.

Lucía Cancela
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Graduada en Periodismo y CAV. Me especialicé en nuevos formatos en el MPXA. Antes, pasé por Sociedad y después, por la delegación de A Coruña de La Voz de Galicia. Ahora, como redactora en La Voz de la Salud, es momento de contar y seguir aprendiendo sobre ciencia y salud.

Graduada en Periodismo y CAV. Me especialicé en nuevos formatos en el MPXA. Antes, pasé por Sociedad y después, por la delegación de A Coruña de La Voz de Galicia. Ahora, como redactora en La Voz de la Salud, es momento de contar y seguir aprendiendo sobre ciencia y salud.